LA ÚLTIMA NIÑEZ DE MÉXICO
LA ÚLTIMA
NIÑEZ DE MÉXICO
Dormía el sonido de las campanadas de la vieja capilla del antiguo
cementerio. La niebla envolvía el silencio que contemplaba la Luna llena. Unos
pasos se oían en la caseta del viejo enterrador, que yació en soledad una noche
de muertos. Las telas de arañas cubrían las ventanas como viejos cristales por
donde pasaba el frío viento que las hacía temblar. Una ráfaga de aire
llevó el fuego a una olvidada vela que erguía en una esquela en la que se
podía leer: Aquí murió el último enterrador en los años en que las
tinieblas vagaban por las noches oscuras y tenebrosas. Su cuerpo desapareció a
media noche en un día de Halloween.
Un aullido quebró el ambiente, y el suspirar de un astuto lobo se oía
entre las tumbas abandonadas y desahuciadas. La noche se perfilaba en el rímel
de la Luna. Las sombras cobraban vida y todo parecía enfrentarse a la
realidad.
Mientras en la ciudad de México los niños cantaban y saltaban por las
carnavalescas calles, una procesión les inquieto, su quietud conmovía al
apasionado ambiente que había un segundo antes. Soltaron sus calabazas repletas
de caramelos y todos se unieron a aquella intrigante procesión, que allí por
donde pasaba cautivaba a todos los niños. Un sinfín de niños formaban largas
colas detrás de aquel santo sin nombre que solo llevaba la herramienta de la
muerte en su mano derecha. La procesión salió de la ciudad y se dirigió a aquel
tenebroso cementerio. Se detuvieron en su puerta y un niño apoyo su
mano sobre el robín del hierro. La puerta bostezo sin querer que chirriaran sus
bisagras y se abrió lentamente. Aquel personaje en forma de muerte se quitó
la capucha de su larga bata negra y voló por encima de todos los niños, sus
ojos poseían la pérdida de la humanidad, su piel se hundía en sus huesos, parecía
que se suspendía en la nada. Los niños se adentraron en el cementerio, el astuto lobo aullaba y contemplaba
como desaparecían en la fría niebla. Y aquello marco los últimos pasos de todos
los niños de la ciudad. A la mañana siguiente la ciudad de México se levantó
nublada, de un color gris pálido, por donde el Sol no se podía asomar, y sin
ningún niño que corriera y jugara por sus calles. Solo una siniestra risa se oía
por ellas, antes que la verja de aquel antiguo cementerio se cerrara para
siempre y su viejo enterrador desapareciera en aquella caseta en la que solo
se abría en la noche de Halloween.
"Y aún se oyen en esta noche, vagar las almas de aquellos niños por toda su
ciudad…"
ANTONIO DE HARO PÉREZ